miércoles, 1 de noviembre de 2017

A un poeta muerto

Así como en la roca nunca vemos 
La clara flor abrirse, 
Entre un pueblo hosco y duro 
No brilla hermosamente 
El fresco y alto ornato de la vida. 
Por esto te mataron, porque eras 
Verdor en nuestra tierra árida 
Y azul en nuestro oscuro aire. 

Leve es la parte de la vida 
Que como dioses rescatan los poetas. 
El odio y destrucción perduran siempre 
Sordamente en la entraña 
Toda hiel sempiterna del español terrible, 
Que acecha lo cimero 
Con su piedra en la mano. 

Triste sino nacer 
Con algún don ilustre 
Aquí, donde los hombres 
En su miseria sólo saben 
El insulto, la mofa, el recelo profundo 
Ante aquel que ilumina las palabras opacas 
Por el oculto fuego originario. 

La sal de nuestro mundo eras, 
Vivo estabas como un rayo de sol, 
Y ya es tan sólo tu recuerdo 
Quien yerra y pasa, acariciando 
El muro de los cuerpos 
Con el dejo de las adormideras 
Que nuestros predecesores ingirieron 
A orillas del olvido. 

Si tu ángel acude a la memoria, 
Sombras son estos hombres 
Que aún palpitan tras las malezas de la tierra; 
La muerte se diría 
Más viva que la vida 
Porque tú estás con ella, 
Pasado el arco de tu vasto imperio, 
Poblándola de pájaros y hojas 
Con tu gracia y tu juventud incomparables. 

Aquí la primavera luce ahora. 
Mira los radiantes mancebos 
Que vivo tanto amaste 
Efímeros pasar junto al fulgor del mar. 
Desnudos cuerpos bellos que se llevan 
Tras de sí los deseos 
Con su exquisita forma, y sólo encierran 
Amargo zumo, que no alberga su espíritu 
Un destello de amor ni de alto pensamiento. 

Igual todo prosigue, 
Como entonces, tan mágico, 
Que parece imposible 
La sombra en que has caído. 
Mas un inmenso afán oculto advierte 
Que su ignoto aguijón tan sólo puede 
Aplacarse en nosotros con la muerte, 
Como el afán del agua, 
A quien no basta esculpirse en las olas, 
Sino perderse anónima 
En los limbos del mar. 

Pero antes no sabías 
La realidad más honda de este mundo: 
El odio, el triste odio de los hombres, 
Que en ti señalar quiso 
Por el acero horrible su victoria, 
Con tu angustia postrera 
Bajo la luz tranquila de Granada, 
Distante entre cipreses y laureles, 
Y entre tus propias gentes 
Y por las mismas manos 
Que un día servilmente te halagaran. 

Para el poeta la muerte es la victoria; 
Un viento demoníaco le impulsa por la vida, 
Y si una fuerza ciega 
Sin comprensión de amor 
Transforma por un crimen 
A ti, cantor, en héroe, 
Contempla en cambio, hermano, 
Cómo entre la tristeza y el desdén 
Un poder más magnánimo permite a tus amigos 
En un rincón pudrirse libremente. 

Tenga tu sombra paz, 
Busque otros valles, 
Un río donde del viento 
Se lleve los sonidos entre juncos 
Y lirios y el encanto 
Tan viejo de las aguas elocuentes, 
En donde el eco como la gloria humana ruede, 
Como ella de remoto, 
Ajeno como ella y tan estéril. 

Halle tu gran afán enajenado 
El puro amor de un dios adolescente 
Entre el verdor de las rosas eternas; 
Porque este ansia divina, perdida aquí en la tierra, 
Tras de tanto dolor y dejamiento, 
Con su propia grandeza nos advierte 
De alguna mente creadora inmensa, 
Que concibe al poeta cual lengua de su gloria 
Y luego le consuela a través de la muerte.

Luis Cernuda

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